27.10.08

Día de muertos...

No impunidad/Beatriz Aurora


Nuestros compañeros caídos, un saludo revolucionario para los compañeros caídos el 1 de enero de 1994. Sangre que no se puede pisotear, sangre que no se puede burlar, sangres que son sagrados; y que creemos que por esa sangre están ustedes y estoy yo aquí en este templete, y gracias a mi pueblo que me concedió este templete de hablar enfrente de ustedes, de conocer estos distintos rostros de hombres, de mujeres, y veo también niños que están amenazados sus… bueno su futuro, todos nuestro futuro
Comandante Zebedeo, 2 de noviembre de 2006



El modo como solíamos percibir el paso del tiempo se ha modificado. Existe la sensación de que el tiempo transcurre más rápido y que contiene cada vez más acontecimientos. También cunde la sensación de que la mayor parte de las cuestiones importantes escapan a nuestra decisión. Lo que vivimos ahora es una suerte de “presente omnipresente”, vertiginoso, demandante, predatorio; en donde los acontecimientos se confunden entre sí, aquellos que son relevantes y los que no lo son en absoluto. El pasado y el futuro pierden como referentes; uno por amnesia y el otro porque se diluye en la catástrofe. El duelo y la muerte no son ajenos a este cambio. Lo propio de un dos de noviembre cualquiera de acuerdo a esta lógica es la repetición, es algo que sucede todos los años y que nos dispara al recuerdo de la gente que ya no está. Y aunque la fiesta de la muerte mexicana constituye un valor cultural tal vez único en el mundo; tampoco podemos eludir que en algunos casos se trata de la ritualización artificial de la muerte. Del cumplimiento de un calendario que produce y oferta emociones o sucedáneos de éstas. Lo que tal vez quede, es la problematización del sentido de recordar a los muertos. En un país como este, en donde la injusticia y la impunidad conforman una experiencia cotidiana; vale pensar en todos aquellos quienes con miras más lejanas, pensando en los más, ofrendaron el tiempo que les fue dado. Sobre todo si algunos de ellos recorrieron los mismos pasillos que ahora caminamos, si para ellos fue cancelado el tiempo del que ahora seguimos gozando. Es preciso arrancarlos del olvido, de las coyunturas; o peor aún, de su muerte como una extensión de la nota roja, como agregados del resumen de noticias del día. Que tengan un lugar.De ese modo es como se pueden tejer hilos que conduzcan a la salida del laberinto. Tejer un pasado con el presente. La salida no es visible por ahora y es por ello aún más importante no abandonar la tarea de tirar ese hilo que levantarán otros después, del mismo modo como algunos recogieron del que ahora disponemos y que son nuestras señales de ruta. Esta es una tarea que no termina y de la cuál no se desprende una promesa de futuro. Esto es lo más importante, que eso que denominamos futuro no existe sin que en él se encuentren todas las generaciones que nos precedieron. Que quepan en ese futuro.
Este es el secreto compromiso entre las generaciones y como decía Benjamin: Si hay una generación que debe saberlo, esa es la nuestra: lo que podemos esperar de los que vendrán no es que nos agradezcan por nuestras grandes acciones sino que se acuerden de nosotros, que fuimos abatidos.
Recordando, haciendo, pensando, pondremos a salvo en la memoria a nuestros compañeros muertos por la violencia de Estado, que oculta su rostro tras el velo de la impunidad, poniéndolos también a salvo de la historia que busca borrarlos y sustraerlos de ella.

Publicado en Periódico Recorrido

22.10.08

La noche de la bandera roja



En 1968 yo era estudiante de primer año en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC). En aquel entonces el director era Enrique González Casanova. Ante la creciente efervescencia política en el ámbito estudiantil, un grupo de alumnos y maestros actuaron desde un inicio en contra de que el CUEC se integrara plenamente al movimiento; entre ellos, Alfredo Joskwicz fue su voz más enérgica y elocuente. Nuestro líder, Leobardo López, discutía acaloradamente con Joskwicz (con quien, al parecer, mantenía una fuerte amistad), en el patio de la escuela.
Las cosas en el CUEC tenían que seguir su curso normal, continuar con las clases y con la filmación de los trabajos de tesis. Lo esencialmente importante, subrayaba enfáticamente Joskwicz, era mantenerse en la enseñanza y la producción del cine de autor. “¡Adelante!”, respondía Leobardo, pero lo que se desarrollaba a toda velocidad ante nuestros ojos era un acontecimiento histórico, no podíamos dejarlo pasar sin documentarlo mínimamente. La universidad era uno de sus focos principales y nosotros éramos, precisamente, su escuela de cine. Como universitarios estábamos obligados a insertarnos en el movimiento y filmarlo, retenerlo en imágenes. Dadas las condiciones, era el momento de ser documentalistas. Tomamos la escuela. El Comité de Huelga del CUEC integrante del Consejo Nacional de Huelga quedó formado así: Representante, Leobardo López; Primer Suplente, Sergio Valdés, y Segundo Suplente, León Chávez Teixeiro.
Debido al raquítico presupuesto que tenia el CUEC sólo había una cámara de cine, de manera que los que no llegamos a manejarla, haríamos foto fija. Yo tenía una cámara de 35 mm. marca Aries, con muy buen lente. Prácticamente me dediqué durante todo el movimiento a tomar fotografías, esa fue básicamente mi labor. Recogía en el CUEC cinco o seis cargas de negativos para blanco y negro y, una vez expuestos, los regresaba al laboratorio para su revelado.
De mis experiencias directas en el movimiento, la más impactante fue, tal vez, “La noche de la bandera roja”, como podríamos llamarle.
Las citas a las marchas eran a las 4 p.m. en el Bosque de Chapultepec, en el sitio del Dios Tláloc. Siempre contentos, animosos, festivos, decididos, reconociéndonos entre todas y todos como iguales, en una identidad de lucha común contra un enemigo común. ¡Por fin!, Por primera vez todos los estudiantes se unían, después de tantos años de enfrentamientos y rencillas, de caer en provocaciones de los porros.
Ya era de noche cuando la enorme y larga marcha de cientos de miles de compas se reunió en el Zócalo. Nos sentamos en el piso de la plaza para descansar y para escuchar mejor a los oradores que habían esperado a que llegara el último contingente. Ahí tenían a miles de compas que les exigían honestidad, no un rollo, sino palabras que expresaran con veracidad y coherencia el pensamiento, la acción y la emoción del movimiento. Se expresaron esa noche especialmente motivados, inspirados, radicales.
De pronto se fue la luz eléctrica de toda la plaza y alrededores, quedamos a oscuras. En la euforia y determinación se tocaron las campanas de Catedral. Y al final del mitin, en el mástil de La Plaza de la Constitución ¡se alzó una bandera roja! Querían imponer su oscuridad, formar un cuadro siniestro. Nos pusimos de pie y empuñamos antorchas encendidas. Al “Judas” Díaz Ordaz, “Gorilita, gorilón” , se le hizo flama efímera de cartón, cenizas pisoteadas y basura. En un ambiente teatral, a la luz de las antorchas, se pintó sobre la puerta y los muros de Palacio Nacional un gorilota con la mano tendida y consignas de rechazo al cinismo hipócrita del Gobierno. Tomamos la plaza en fiesta y en juegos. Cerca de la media noche muchos compañeros se habían retirado, pero el movimiento se ponía en plantón hasta recibir respuesta a la exigencia del diálogo público con el Gobierno. Se prendieron fogatas por toda la plaza. Era como estar en una escena cinematográfica de la Revolución Mexicana, como años después recordaría un amigo.
La banda estaba nerviosa, pero echándole ganas, haciendo comentarios sobre si se atreverían a reprimir de nuevo: “No, claro que no, ya sería mucho, además está lo de las Olimpiadas, la prensa internacional esta pendiente de lo que sucede”, se decía. Ingenuamente, a pesar de las represiones ya sufridas en el movimiento, incluida la toma de la UNAM, intentaban creer que “no serían capaces, no se atreverían a tanto”.
Más tarde me encontré con un amigo con el que compartía casa; llegó con dos zarapes y una guitarra. Recorríamos algunas de las hogueras que ya se habían encendido por toda la plaza, tomando fotografías, platicando con la banda y si se daba, poniéndonos a cantar un rato. Durante el mitin, con la luz de las antorchas se lograba divisar a los soldados que nos observaban desde las azoteas de Palacio Nacional. Ahora los buscábamos mirando hacia lo alto de los edificios que, con la luz de las fogatas en los ojos, aparecían más oscuros y siniestros. De esa oscuridad brotó de pronto una voz autoritaria que, tratando de aparentar civilidad y moderación, nos otorgó “benignamente” unos minutos para retirarnos de la plaza. Era pública y, paradójicamente, en la lógica de este personaje no teníamos derecho de permanecer en ella a altas horas de la noche.
Después de tanta energía gastada, ahora el personal se mostraba en general agotado y nervioso. La oscura voz sembró la duda: “Mejor retirémonos de aquí”, decían unos. La total oscuridad del Primer Cuadro dramatizaba el ambiente y parecía anunciar algo no muy dialogante. Para otros compas sólo era una amenaza para espantarnos: “No nos movamos, tenemos que resistir, sólo están tratando de atemorizarnos”.
De pronto, llegó corriendo Leobardo López cargando la cámara de cine y me dijo: “Me informaron unos compañeros que hay soldados en las calles cercanas al Zócalo. Vamos a ver, si es verdad hay que filmarlos y tomarles fotografías”. Corrimos con rumbo a Palacio Nacional, apenas atravesábamos el centro de la plaza cuando notamos, casi adivinando, que de la oscuridad de ambos costados de Palacio salían soldados. Entraban marchando en filas de 10 o 15 hombres en fondo. Portaban cascos de metal y fusiles con la bayoneta calada, que brillaban amenazantes a la luz de las flamas de la madera prendida. En el alboroto, preocupado por tomar las fotos, perdí de vista a Leobardo y a mi amigo que cargaba con los zarapes y la guitarra.
Los soldados fueron cubriendo la plaza formando un embudo, permitiendo sólo una salida de escape. Nos aventaron como a ganado, apretujándonos por la calle 5 de Mayo. Una cuadra o dos después del Zócalo me encontré nuevamente a Leobardo. Ante el alboroto y desconcierto de los compas se trepó al techo de un camión del Politécnico y pidió que tuviéramos calma, que no cayéramos en la provocación. La gente corría despavorida, dando gritos de coraje, de desesperación e impotencia; se gritaban consignas, se lloraba, se le mentaba la madre a los soldados y al pinche y puto Gobierno. También se enfrentaba a los soldados diciéndoles que eran pueblo, que se pusieran en contra de sus amos; súplicas de que no siguieran reprimiendo, que todos éramos mexicanos. Se les retaba casi golpeándoles el rostro. Al estar frente a ellos, cara a cara, advertíamos que también tenían miedo. Se veían muy nerviosos, pálidos y con los ojos de pacheco.
Más adelante entraron a la calle tanques de guerra, grandes y pesados, con un largo cañón al frente que giraban apuntando para todos lados. Eran tan grandes que se veían grotescos en el angosto espacio de la calle. “¡No mamen!, ¿Van a disparar?”, pensé. Sonaban una sirena aguda que enardecía los nervios. Sus pesadas orugas tronaban el pavimento avanzando sin miramientos, dispuestos aplastar como bichos a los que no lograran escapar.
En ciertos momentos yo también salía corriendo, aterrado y cubriendo la cámara con mi chamarra para que no me la viera algún tira; pero me detenía de pronto, avergonzado, cuestionándome, y corría de regreso hasta donde los tanques y los soldados encontrándome con compas que seguían reclamándoles. Me senté en los hombros de compañeros para hacer tomas de más altura. Detrás de las primeras filas se formaba un espacio donde estaban los fotógrafos de la prensa, oficiales del ejercito, tiras y tipos con ombligo de jefes burócratas. Por todas las calles cercanas a 5 de Mayo también se desplegaba el Ejército y la tira. Los soldados insultaban, golpeando y amenazando con sus bayonetas.
Paralelamente, aparecieron varios taxis vochos con la puerta abierta y un tira “secreto” en el asiento trasero que te invitaba a subir diciendo: “¡Vente, compañero, súbete rápido!”, “¡Vámonos de aquí!”. En la desesperada huída muchos compas se subieron. ¿A dónde se los llevaron?, quizá al Campo Militar Número 1, no se sabe. Lo mismo eran de temer las ambulancias de la Cruz Roja. ¿Cuántos quedaron abajo de algún tanque, atravesados por una bayoneta, quebrados por una bala o un culatazo? Meseros y tiras “secretos” cubrían las puertas de restaurantes, hoteles y congales en general para que ninguno de nosotros pudiera entrar. “!No, no, sácate de aquí!” Se burlaban y divertían de lo lindo con la madriza. Éramos esclavos mal portados, nos merecíamos los tanques, los culatazos, las bayonetas, los insultos, el castigo. ¡A ver si ahora sí escarmentábamos! Era ya la madrugada. En el resto de la ciudad todo parecía tranquilo, durmiendo, viendo la tele, divirtiéndose con unos tragos. Nos sentimos solos.
Poco antes de llegar a San Juan de Letrán y Avenida Juárez, un compa me aviso que unos tiras andaban preguntando por mí. La avenida Juárez estaba iluminada, con algunos turistas, como en otra película. Los vochos recorrían las calles como cucarachas... buscando. La Alameda también a oscuras. Mi amigo y yo ya teníamos rato de habernos topado nuevamente. Pequeños grupos de compas caminaban por Juárez rumbo a Reforma; nos aconsejaron seguirle por ahí. Se veía más gente en pachanga y turistas, menos desolada. Además de la cámara y los rollos con las fotos, aún cargábamos con la guitarra y los zarapes, que mi cuate nunca aflojó. “Oye, carnal, ¿traemos credencial de que venimos del Zócalo o pensarán que somos turistas?” ¡Je!, En momentos todo aparentaba estar en calma, a pesar del canto de las sirenas.
El logotipo de las Olimpiadas, un recuadro negro con la silueta de una paloma blanca al vuelo. “¡Paz!”, lucía en la parte alta de todos los aparadores de Paseo de La Reforma. Esa paloma, simbolizaba para nosotros el cinismo de los asesinos, el Poder. Cuando más tranquila se notaba la avenida, surgían chavos corriendo por las banquetas como en fila india. Separados entre ellos por unos 5 o 10 metros y sin detener su carrera, plantaban sobre las palomas blancas la huella de su mano con pintura roja. Nos hervía el pecho de gusto. Un auto estaba carbonizado. Más adelante otro ardía en llamas.
Enfilamos hacia la Santa María la Ribera, hacia la casa que compartíamos amigas y amigos. Le llamábamos “La Comunidad”. Seguían sonando las sirenas de las patrullas y las ambulancias; sobre todo hacia el Casco de Santo Tomás y la Normal. El tramo se nos hizo eterno, cada taxi era una amenaza. Llegamos de zarape y con guitarra. Veníamos de una gran fiesta con un intenso mutis. Sergio Valdés, que también era de los integrantes de “La Comunidad”, ya se encontraba dormido. Al otro día le dije a Sergio que la tira andaba tras de nosotros también, los suplentes del CNH.
Al día siguiente, me jalé para el CUEC a entregar los negativos, y ahí encontré, como siempre, firme y chambeador, a Roberto Martínez. De ahí al Zócalo para el acto de “desagravio a la bandera” que armó el Estado, obligando a asistir bajo amenaza a los chambeadores de las oficinas de Gobierno. Los compas trabajadores protestaron y mostraron su acuerdo con el movimiento. Se reprimió gacho otra vez.
El capital estaba inquieto ante la simultaneidad y similar radicalidad de los movimientos sociales que aparecían en importantes ciudades como París, Roma, Londres, Berlín, Chicago, Turín, Barcelona, Berkeley y México. Poníamos en cuestión su autoridad. El gran negocio Olímpico, con todo y su demagogia, estaba en peligro. El Gobierno no se concentró en “descabezar” al movimiento, arremetió contra todos.
Vino la impresionante Marcha del Silencio. La represión no cejó: muertos, desaparecidos, heridos, encarcelados, torturados, perseguidos. Se estaba logrando debilitar y desarticular el movimiento. Y luego la confusión, pues se corrió la voz de marchar para concentrarnos en Tlatelolco de manera inesperado y por demás extraña. ¿Quién o quiénes convocan?, ¿por qué en ese lugar escondido, más cerrado y peligroso que el Zócalo? Sócrates Campos Lemus, el representante de la ESIME (quien resultó ser un tira infiltrado), sin duda él introdujo esa propuesta (aparece como orador en dos escenas de El Grito, en el Zócalo y en Tlatelolco). La represión en Tlatelolco fue sin duda la más salvaje y terrible. Llegué a la plaza cuando los soldados la tenían rodeada y quedé con rabia y angustia, frustración e incluso vergüenza de estar afuera mientras sucedía la masacre, escuchando los gritos y disparos.
Después de que el Ejército invadió la UNAM, en las pláticas entre los compas se discutía si era necesario darle un giro a la lucha: más importancia a las brigadas en los barrios, las fábricas, los centros de trabajo. Sergio Valdés y yo ya no regresamos a estudiar. Creo que a los que participamos en El Grito se nos reconoce como “egresados” del CUEC. Los opositores al movimiento fueron premiados con puestos de jefatura en el CUEC, la UNAM y otras burocracias del cine. Luis Echeverría, agente de la CIA y principal autor intelectual de las represiones, en especial de la masacre en Tlaltelolco, se ganó la Presidencia de la República. Inmediatamente pretendió disfrazarse como de izquierda. Visitó China y también Cuba. Por medio de Televisa, Echeverría y Castro nos lanzaron desde La Habana un amistoso saludo: están sentados hombro a hombro, sonríen a la cámara y Castro se dirige directamente a “los mexicanos” y nos aconseja emocionado: “Apoyen a su Presidente!, es un gran estadista!”
Echeverría da chamba a la “disidencia intelectual”. Construye la Universidad Latinoamericana. Arma “centros de investigación”. Da inicio al “diálogo” y las alianzas con “la izquierda”, la llamada “Apertura Democrática”. Al mismo tiempo, el Poder agudizó la guerra abierta a la “mátalos callando”. El movimiento, miles de mujeres y hombres, se regó por todo el país. Se entretejió con otros movimientos clandestina y abiertamente. Proliferaron partidos y grupos políticos con muchas banderas que parecían reconocerse como una y la misma izquierda.
De todo ese conjunto se vinieron definiendo y conformando dos izquierdas. Por un lado la izquierda de Estado, que lo integra o pretende acceder a él para de ahí, “luego de controlar la economía, ir construyendo el Socialismo”. En ciertos períodos se enfrenta en dos fracciones: la pacifica y la partidaria de la violencia en caso necesario (dando la apariencia de ser dos o más izquierdas); por el otro, la izquierda anticapitalista. Ésta entiende claramente que es imposible superar las relaciones y condiciones monetarias y de valor, es decir capitalistas, sin suprimirlas.
El movimiento del 68 no obedecía a ninguna agitación o mandato político. Fue un movimiento espontáneo que logró su propia organización y dinámica, bien podemos decir, de “individuos libres y asociados”. Su Consejo Nacional de Huelga debía ser capaz de recoger y expresar su contenido, tendencia y mandato. De lo contrario dejaba de ser tal, pues no era un gusano con su cabeza al frente, sino un movimiento de miles de cuerpos, cada uno con sus manos y su cabeza, sus pies y sus tripas-corazón. Haciendo, pensando, actuando, comiendo, amando -¡odiando!- y caminando en colectivo. En esa fragua se generaron, se experimentaron, crearon e hicieron los cambios, las rupturas. Se reventaron ataduras económicas, políticas, morales, estéticas y científicas. Se cuestionó nuevamente el Capitalismo de Estado, supuesto “socialismo”, recuperando la bandera anticapitalista, no contra una u otra forma del capital, sino contra el capital en todas sus formas. En Huelga con tiempos y ritmos propios. Contra la impuesta obligación. Expropiando colectivamente los medios, para colectivamente utilizarlos en una lucha popular contra el Estado. Esta radicalidad en la lucha no es vendible.

El pasado no se queda atrás, está en nosotros.


León Chávez Teixeiro. 10 de agosto de 2008.
Artículo publicado en la Revista Palabras Pendientes para el numero especial sobre los 40 años del 68